Por Sergio Lozano Torres

Esa mañana estaba él pensativo. Se había ajustado su calzado, y recordó las muchas veces en que a los soldados se les recordaba la importancia del yelmo (o casco), la coraza, la espada, el escudo y del mismo calzado para ir a la batalla. Sin embargo, la misión actual no ameritaba portar esa armadura.

La gente subversiva a quienes había que buscar y atrapar estaba en realidad indefensa y no era violenta. Eran como ratones escurridizos; aunque sí había que ejercer presión para averiguar los sitios donde se escondían y desde donde hacían su rebelión.

Lo que preocupaba al imperio era la rápida y extensa propagación de los pequeños grupos que proclamaban a un líder que no era el César de Roma. Honestamente, en los interrogatorios esa gente no hablaba de provocar una revolución, sino de lo que parecían milagros para transformaciones de vida y esperanza. Por otro lado, él como oficial romano no comprendía para qué el enemigo estaba utilizando a mujeres en su estrategia.

También sentía molestia al escuchar sobre los hechos supuestamente maravillosos del líder. La gente que había atrapado afirmaba que el líder en vida había caminado sobre el mar, logrado reunir a multitudes, curado enfermedades; había echado demonios, devuelto la vida a varias personas; habló de su padre Dios y otorgó la supuesta salvación del alma para una vida eterna. Se afirmaba, e incluso lo reconocían con temor algunos no seguidores y hasta ciertos romanos, que al morir crucificado el líder, el cielo se oscureció y la tierra tembló. Y lo más increíble: que el líder volvió de la muerte para ir con el Padre.

Él como judío conocía las escrituras, sabía que Dios había hecho conocer su voluntad a las personas, con algunas directamente, o a través de mensajeros, o mediante las Escrituras. Estas personas, sin embargo, hablaban de cosas nuevas como hermandad, amor, compartir, nacer de nuevo, resurrección.

En todo esto meditaba cuando fue cegado por una fuerte luz y escuchó una voz potente inequívoca, en todo menor a lo que había escuchado como efecto sonoro en los teatros o foros. A partir de ese momento, la vida de Saulo no sería igual.

Esa misma voz es la que anhelamos oír; y aunque no la escuchemos como él, ciertamente nuestra memoria nos la trae a la mente mensajes como: “vengan a mí los que están trabajados y cansados”; “ni yo te condeno, vete y no peques más”; “lo que es imposible para el hombre es posible para Dios”; “ustedes sois mis amigos si hacéis lo que yo les digo”; “voy a preparaos morada para vosotros”; “pedid y recibiréis”; “te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Y que al recordar las siguientes palabras “¿queréis acaso iros también vosotros?”; podamos responder: no Señor, sólo tú tienes palabras de vida eterna.