El siguiente escrito es una narración de la autoría de Sergio Lozano Torres

 

El Ocelotito

por Sergio Lozano Torres

Plácida y normalmente vivían los ocelotes en la jungla; pero una noche algo dramático ocurrió.

El ocelotito abrió sus ojos, aturdido y adolorido. Durmió aún otro rato hasta que sintió que lo movían e instaban cariñosamente a despertar.

-Levántate, pequeño; necesitas comer algo-. Se incorporó con dificultad; dio unos sorbos a la leche que le ofrecían; y, mirando luego a su alrededor, no atinaba a reconocer el lugar, ni a esos ocelotes.

-Debes tener más hambre, luego de cuatro días de dormir-. Sin embargo, él no quiso realmente comer más ese día.

Cuando dos pequeños ocelotes, como él, lo invitaron a salir, él dio un salto y, … -¡Ay!- Un agudo dolor le hizo mirar que una de sus patas delanteras había sido envuelta con arcilla, hoja de plátano y un trozo de liana.

-Te hallamos con una pata herida.

-Mejor me quedo; vayan ustedes.

Fue casi tan pronto que supo que sólo él fue encontrado flotando en el río sobre un tronco, y ninguno más de su familia, que se encerró en sí mismo sin querer la compañía o tratos con los demás. Desde luego que le dolía la pata; pero con el paso de los días ya no debía dolerle tanto pues hasta la férula ya le había sido retirada. Sin embargo, él sentía (o creía sentir) dolor.

Alejaba a los demás con gruñidos. Rechazaba todas las invitaciones a jugar. Recordemos que para los felinos, el juego en grupo tiene la función de desarrollar habilidades que de adultos les servirán para cazar presas.

Para no ser una carga, a veces se iba solo a la aldea cercana en busca de basura qué comer. Pero en no pocas ocasiones tuvo que salir corriendo a causa de pedradas que le lanzaban los asustados pobladores.

En una de sus solitarias andanzas, descubrió a un grupo de nutrias que jugaba y cazaba peces (pescaba) en el río. Por cierto, a él no le gustaba estar solo. Él creyó que una de las nutrias lo había visto. La actividad de ellas le llamó la atención.

El motivo por el que no le gustaba estar solo, o por el que temía a las noches, era porque a su mente llegaban recuerdos súbitos, como imágenes en flash que le asustaban; sin atinar a saber por qué; o bien, sufría de pesadillas no bien definidas a las cuales él quería apartar de su cerebro y de ninguna manera indagar más sobre porqués o cómos.

En cierta ocasión, por un paraje de la jungla se encontró con las ruinas de alguna vieja edificación; y en una de las paredes vio un letrero que le provocó curiosidad. “Procura salir de tu ostracismo”. Tan pronto pudo, se dirigió a la biblioteca de la aldea; y por una ventana pasó al interior. Algo había aprendido del idioma de los humanos mientras aguardaba pacientemente la mejor ocasión para robarles alimento; y algo también, a través de los diversos letreros e imágenes en la basura. Pero esa palabra desconocida, por alguna razón le había intrigado al grado de querer buscar su significado con afán.  –Pero, ¿cómo se podría?-, se preguntó cuándo al fin lo supo. -¿Qué puede alguien hacer para salir de esa condición?- Y camino a casa se le ocurrió que quizás en las ruinas podría hallar alguna información que le guiaría. Así que se propuso ir nuevamente en otra ocasión.

El tiempo había pasado tan aprisa que ni se dio cuenta de ello. Supo la noticia de que uno de los ocelotes de su edad iba a ser papá. Esto le sorprendió y a la vez le entristeció; y en ello estuvo largamente pensando mientras se dirigía hacia un conjunto de buitres que volaban en círculos, seguramente en torno de un animal muerto. Él había adquirido el hábito de comer carroña; porque era más fácil asustar con sus gruñidos a otros animales, que ir en busca de presas vivas; cazar implicaba correr; y correr significaba quizás hacer maniobras como girar o frenar repentinamente, impulsarse para saltar y caer; o bien, huir; todo lo cual podría activar el sufrimiento en su pata, que siempre iba aparejado con un doloroso recuerdo flash de los que le atemorizaban tanto.

Guiado por su olfato y su vista dirigida al cielo, no se percató de que estaba de nuevo en el paraje aquel donde halló la inscripción enigmática. Tan pronto lo supo, recordó su vieja decisión incumplida. Olvidándose de la carroña (que por cierto, sólo la comía por necesidad y para no dar molestias), buscó las ruinas. Cuando llegó, en breve halló un muro con tres inscripciones claras para él: “El que busca, halla; el que pide, recibe; al que toca, se le abrirá”. A los pocos días, el ocelotito fue decididamente con las nutrias; y pidió a aquella con quien él una vez cruzó miradas (o eso había pensado él): -¿Podrías enseñarme a cazar peces? –Adelante-. Dijo la nutria. El ocelotito pronto aprendió y ¿qué creen? Su patita en el agua no dolía; o, ¿quizás no se acordaba de su dolencia?

Más adelante, una tarde se atrevió a tocar la puerta del ocelote, quien ya era papá de tres cachorros.

-¡Hola!– Dijo el ocelotito;

-¡Qué agradable sorpresa!– Le contestó el otro.

-¿Podrías aceptar que yo fuera maestro de pesca de tus hijos?- Otorgándole un voto de confianza, el padre aceptó.

Nuestro ocelotito, ya convertido en un adulto, adiestró con cariño y maestría a los tres pequeños sobre la pesca, el andar con cautela por la jungla, y la lectura; y él, de ellos aprendió a convivir, a platicar y a sonreir.

Del pasado sólo supo que seguramente su familia lo puso a salvo sobre un tronco para alejarlo hacia aguas abajo. ¿Qué fue de los demás? ¡Quién podría saber! El dolor en su patita y el temor a los recuerdos, o a las pesadillas se desvanecieron. Él pudo, incluso, brincar y retozar bajo el sol con otros ocelotes. ¡Ah, sí!; y siguió sonriendo.

 

YAG

Dos actividades le gustaban por igual. Una de ellas era permanecer en total silencio, en absoluta quietud, respirando sin hacer el menor ruido, tendida en el suelo, para que los animales pequeños se atrevieran a salir de sus escondites. De esta manera ella podía disfrutar con ver y oír a los grillos, las ranas, los ratones con algún bocadillo, o pequeñas aves en busca de alimento. Podía pasar un gran rato frente al espectáculo de la diversidad animal y vegetal en la mañana o al atardecer.

Su segundo placer era trepar en algún árbol y desde una de sus ramas colgarse de cabeza para ver todo al revés. Le ganaba la risa al mecerse asida de sus garras traseras y desde esa posición gozar del panorama que en esa perspectiva la naturaleza le mostraba: la gran variedad de vida que desde abajo no podía divisar, porque se lo impedía el follaje tupido de la jungla.

Cierta mañana en que recorría un sendero nuevo para ella, se quedó maravillada al ver a un grupo de animales que disfrutaba con echarse clavados, bucear, nadar con la panza para arriba y haciendo un gran bullicio que reflejaba su felicidad.

-¡Yo puedo hacer eso!- dijo, lanzándose a toda velocidad desde su escondite, para luego dar un gran salto hacia el agua, y… Un tremendo panzazo, seguido de la sensación de que se ahogaba; tragó mucha agua y no atinaba a coordinar sus movimientos para flotar. Los expertos nadadores tuvieron que ir a su rescate y la arrastraron hacia la orilla. Tendida en el piso, oyó que le preguntaban: -¿qué intentabas hacer?, ¿no sabes nadar?- Y tan pronto terminó de toser, dijo entusiastamente ante los sorprendidos castores: -¡Yupi! ¿Vamos de nuevo? ¡Prometo fijarme mejor cómo le hacen ustedes! ¡En poco tiempo seré tan buena que me confundirán con uno de ustedes!- Y se lanzó al agua. Durante varias horas estuvieron practicando, rescatándola e intentando enseñarle el cómo sí y el cómo no.

Al anochecer iban felices rumbo a casa de los castores, ella junto con el grupo. Al llegar a casa, la mamá castor tenía preparada la cena. -¡Hola mamá! ¡Ella es nuestra amiga Yag!; ¿puede quedarse a cenar?; ¿sí? -De acuerdo cachorros-, dijo la mamá.

Durante la cena, que consistía en unos ricos peces con elotes, mamá castor, queriendo ser amable, le preguntó: -conque Yag, ¿verdad?; ¿dónde vives cariño?; ¿qué te agrada comer?

Respondiéndole, dijo: -Yo misma elegí ese nombre, ¿sabes? Hace tiempo vi unos niños jugando en la aldea; me acerqué; y cuando me vieron, gritaron -¡un jaguar!; ¡corran!- Yo entonces me dije sorprendida: -¡Guau!, digo, ¡Miau!; y ahí se me ocurrió; decidí que así quería que me llamaran. A veces duermo junto a un camino; otras veces en alguna cueva, siempre y que no esté ocupada por algún gruñón. Las más de las ocasiones subo a un árbol para cobijarme entre las hojas de alguna rama; pero me da algo de miedo pensar en que dormida me pueda caer. Una noche dormí sobre un montículo calientito; y ¡ay! muchas termitas me picaron mientras soñaba, por lo que tuve que salir corriendo.

¡Cómo rieron los pequeños castores al oír esto! Yag era fabulosa y simpática. Ella finalizó diciendo que le encantaban los champiñones, las trufas y los caracoles. -¡Yag! es tarde; puedes quedarte a dormir con los cachorros. -Gracias, mamá Castor -dijeron ellos; y todos durmieron plácidamente.

Cuando papá Castor llegó más tarde, se enteró por mamá que tenían una huésped. Él lo tomó tranquilo. A la mañana siguiente, los cachorros muy temprano se despidieron de sus padres y, junto con Yag volvieron al lago. Allí estuvieron todo el día. A su retorno a casa, antes del anochecer, la pequeña huésped venía también con ellos; saludó a la pareja de papás castores con un ¡hola! seguido de la narración de los acontecimientos del día. Entre todos contaron durante la cena las hazañas de la tarde; y dijeron a mamá Castor que Yag finalmente aprendió a… flotar. Ya luego le enseñarían cómo echarse clavados y a bucear. Más tarde, mientras los pequeños dormían, papá y mamá se voltearon a ver; y papá dijo: -haré un espacio mayor en casa para dar albergue definitivo a nuestra Yag.

Pasaron los días y Yag ganaba destreza. Cierta mañana, uno de los castores sugirió ir a conocer otro lugar. Así fue como emprendieron su búsqueda de aventuras. Luego de andar un rato, descubrieron sorprendidos unas ruinas en las que unos monos se divertían de lo lindo. -¡Guau!, digo ¡Miau!- exclamó Yag; y añadió: -¡Vamos con ellos!- Sin embargo, los castores más cautos quisieron ser cuidadosos y averiguar primero si eran pacíficos esos monos. Al poco, se animaron; y ante el asombre de los monos, el grupo de cachorros preguntó que si podían jugar. -¡Desde luego que sí!- contestaron algunos. Jugaron a esconderse, a saltar y gozar.

El lugar donde jugaban los monos era un desastre; por donde quiera había cáscaras o restos de fruta, ramas rotas y basura. A los castores les gusta la limpieza y el orden; de modo que, mientras jugaban, también recogían. Como los monos seguían tirando cosas, de plano uno de los castores pequeños los regañó y los puso a ordenar el sitio. Antes del anochecer ya estaba todo bastante de mejor ver. Los monos estaban exhaustos y se despidieron de sus nuevos amigos, satisfechos del aspecto del lugar. De tiempo en tiempo, los castores volvían a visitar a los monos para jugar. ¡Ah!, los monos ya habían aprendido a vivir con más limpieza.

Una mañana, Yag animó al grupo a explorar la parte oscura de la jungla. Cuando llegaron, la sensación era a la vez fascinante y sobrecogedora, por la penumbra a pesar de que era de día; por el calor húmedo que reinaba; y por los sonidos provenientes de animales extraños para ellos.

El grupo avanzaba mirando temerosos a todos lados, hacia la copa de los árboles, hacia atrás, allí y más allá. -¡G G r r a a u u!- Un atemorizante gruñido los hizo dar un giro desesperado para huir lo más de prisa que pudieron y llegar pronto a lugar seguro.

Pasando tan sólo unos días, Yag, muy pensativa, pidió a sus hermanos castores que la volvieran a acompañar. Ellos, atraídos por la aventura decidieron ir con ella siempre y cuando se hicieran acompañar de algunos de los monos para aumentar la seguridad del grupo por la mejor visibilidad que tendrían desde lo alto en los árboles.

Esta vez, Yag se dijo que estaría más atenta y quizás podría ver al animal cuyo gruñido no le había parecido a ella tan extraño.

El agudo oído de Yag escuchó sorbidos de agua; el grupo guardó silencio. Uno de los monos señaló a lo lejos: un felino bebía del arroyo. Todos se acercaron para verlo, protegidos por los arbustos. -Yag, ¡es idéntico a ti! -dijo uno del grupo. Súbitamente, el felino desapareció de su vista.

En la cena, emocionados, dijeron a mamá castor: -¡Vimos un felino igualito a Yag! -¡Sí, mamá, un auténtico jaguar!- Mamá castor dijo: -Yag, tú no eres un jaguar; eres ocelote; felina, también; pero de menor tamaño. Ahora, chicos, vayan a dormir todos pues mañana comienza su instrucción de pesca; y los quiero enteritos y atentos.

Mamá castor era muy lista. No se limitaba a escuchar acerca de las aventuras que noche a noche le contaban los pequeños. Sabía dirigir preguntas precisas en el momento adecuado y sus comentarios siempre eran interesantes y sabios. No impediría que los cachorros y Yag fueran de aventura. Ella fue quien en la noche en que le contaron sobre el gruñido, comentó que se debieron haber hecho acompañar de sus amigos monos. Y el plan de dar inicio a las clases de pesca tenía sobre todo la intención de reducir el tiempo para aventuras riesgosas.

Los pequeños castores y Yag estuvieron por mucho tiempo entretenidos y concentrados en aprender el difícil arte de la pesca con las lecciones de papá castor. Yag, si bien alegre por naturaleza, se mostraba por momentos callada.

 

MOT

Yag, sus hermanos castores y algunos de sus amigos monos visitaron varias veces más la jungla oscura, invariablemente los jueves, que eran los días en los que su adiestramiento terminaba temprano. Claro que esta idea fue planeada por mamá castor, quien sabía que la curiosidad de los cachorros por aventuras no se podría cerrar; y además porque ella era una respetuosa de los tiempos y del orden de las cosas que hay en la naturaleza. Con cada visita, los chicos se sentían más confiados y menos temerosos para andar por entre la vegetación y por los estrechos senderos. Incluso hicieron amistad con algunos de los monos, conejos y topos que allí habitaban. Estos nuevos amigos los alertaron para ir con cuidado en la zona de los caimanes, donde también habitaban muchas tortugas.

Yag se alejó instintivamente de la orilla del pequeño lago en donde descansaba el grupo. Al cabo de andar un rato, como si estuviera siendo dirigida o atraída por algo, salió del sendero y, ¡sí! lo oía claramente, era como un lamento. Acercándose más hacia la cueva encajada en la pared rocosa volvió a escuchar lo que ella interpretó como algún animal que estaba teniendo un mal sueño. Por el tono de los lamentos, supo que se trataba de aquel ocelote que oyeron la primera vez y que luego vieron claramente.

En la noche, ya en casa, mientras cenaban y narraban cómo habían atrapado a dos peces y cómo también se les habían escapado, mamá castor queriendo sacar a Yag de su ensimismamiento, le preguntó directamente: -Yag, hija, ¿has podido ver nuevamente al ocelote?-

Yag dijo sin reparos: -creo que sufre, mamá, es muy solitario; hoy lo escuché lamentarse en sueños. Ha de tener alguna herida.

-¡Mamá! -terció otro cachorro-, ¿qué tal si tiene una espina que no puede sacarse?

Mamá castor dijo que muy probablemente esto último era lo que podría estar ocurriendo; sólo que la espina quizás estaba alojada tan profundamente en su alma que tal vez él ni siquiera sabía que la tenía. -¡Vamos chicos! ¡es hora de dormir!- dijo.

El grupo volvió a la jungla oscura la semana siguiente. En esta ocasión, la pequeña ocelota de nuevo se separó de los demás para ir en busca del felino. Avanzó con cuidado una vez que estuvo cerca de la guarida rocosa. De repente, algo la hizo voltear; y lo vio cara a cara. El otro ocelote mostró por un corto instante ojos de asombro. -¡Guau!, digo ¡miau! -exclamó Yag. De inmediato, el ocelote puso cara de enojo y le preguntó: -¿qué buscas aquí? ¡Pues a ti! –contestó Yag; y luego sonrió-, -¡ji, ji! ¿Te diste cuenta? ¿aquí, a ti?; es una rima-. Y de inmediato, con el mismo estilo de mamá castor, preguntó: -¿con quién vives?, ¿sabes qué especie de animal eres?, ¿cómo te llamas?

-Este no es un lugar para que estés aquí! -fue lo que dijo el ocelote, molesto-.

-¡He venido con mi grupo de hermanos y amigos! ¿Y mis respuestas?

El ocelote tuvo entonces que responder, aunque rápidamente: -¡No necesito de nadie; ni sé, ni es importante que yo sepa qué tipo de animal soy; y ¿para qué necesito un nombre?

-Mis amigos me llaman Yag, un nombre que yo elegí cuando creí que era un jaguar; pero soy un ocelote al igual que tú. Y podrías venir a jugar con nosotros cuando lo desees.

-Debo irme -concluyó él.

-¿Puedo verte otra vez?, ¿jugarías o pasearías con nosotros algún día?

– ¡No lo sé! Alcanzó a decir mientras se marchaba.

Yag se reunió con su grupo. Les contó lo sucedido. Entre todos comenzaron a idear posibles nombres para el ocelote. Y, justo cuando se iban a retirar, Yag pidió que la aguardaran mientas iba a verlo. Al cabo de un rato, Yag gritó: -¡Auxilio! ¡Ayúdame Mot!- Su grupo se apresuró a buscarla. Y, en eso, el ocelote lanzando feroces gruñidos, con gran destreza se puso frente a un caimán que tenía acorralada a Yag. El caimán lo miró con odio y se retiró. En breve, llegaron los cachorros y los monos.

-Mot me salvó.

-¡Gracias! le dijeron.

-Sólo venía a proponerte un nombre que se me ocurrió; porque eres moteado. ¿Te gusta?

El ocelote Mot, repuesto del susto, parpadeó. Volteó a ver a los hermanos y amigos de Yag; y luego a ella. Asintió con la cabeza; y se quedó parado.

-¡Viva Mot! dijo un cachorro.

-¡Viva! -corearon los demás-.

-Si quieres, volveremos el jueves luego de clases.

-¿Ya no te da dolor la espina? -preguntó uno de los castores-; pero el ocelote no comprendió. En eso, uno de los monos dijo adiós, y los demás también se despidieron; porque ya era tarde.

Mot en su lecho se preguntaba: ¿cómo es que tantas cosas inesperadas ocurrieron ese día tan rápidamente? Tenía un nombre; sabía quién era; conoció a los hermanos castores de una ocelota; salvó a alguien; y al parecer podría tener amigos. Ya estaba por quedarse dormido cuando recordó: “¿qué buscas aquí? ¡Pues a ti!” Entonces, esbozando una leve sonrisa, durmió finalmente.

 

Yag y Mot

Cierto día, los amigos y hermanos visitaron a Mot. Era para invitarlo a un gran día de campo organizado por los papás castores, quienes especialmente deseaban conocer a Mot. El día llegó y Mot se presentó con un buen caparazón de tortuga lleno de miel. La mamá de Yag aprovechó la miel para endulzar la leche con frutas que se estaba calentando al sol. También se calentaban un gran volumen de agua con arroz y canela; y, sobre una piedra, un lecho hecho con toda clase de finas hierbas sobre las que se había colocado trozos de pescado con elote y calabazas.

Mientras los alimentos se calentaban, los pequeños castores, su papá, los monos y Mot limpiaban un poco el lugar; cuando Mot preguntó al papá castor: -¿por qué los humanos destruyen la naturaleza?- El papá castor en automático le dijo: -ellos tienen un mandato: deben cuidar la creación; pero no todos obedecen; algunos no lo saben o no entienden; aunque otros, afortunadamente sí-. Mot dijo: -Hace tiempo, los humanos estaban cortando árboles donde yo vivía; cierta noche, de su fogata se propagó el fuego alrededor; huyeron y las llamas alcanzaron los árboles. Pronto vi animales huir asustados, árboles caer. Mi familia desapareció esa noche. Yo estaba perplejo, paralizado. -¿Cómo lograste escapar? -preguntó uno de los monos-.

Entretanto, no lejos de ahí, mamá castor preguntó a Yag: -Hija, ¿cómo es que vivías sola antes de estar con nosotros?

-Me pusieron allí para que yo estuviera a salvo. Yo, de más pequeña tenía un hermano; vivíamos lejos de aquí, con mi familia. Recuerdo una noche en que hubo fuego en la copa de los árboles, aves huyendo por los cielos y animales asustados corriendo en busca de salida. Un árbol cayó y una de sus ramas golpeó a mi hermano dormido, quien despertó del dolor, gimió y se desmayó. Mi mamá cogió al pequeño en su hocico e hizo que yo la siguiera. A él lo echó dentro de un pequeño tronco hueco que ella arrastró hasta el río; luego, dio un cariñoso lengüetazo al cachorrito como despedida, sin que él hubiera despertado aún; y le dijo sonriente: -¿sabéis que os amo mucho?- En seguida empujó el tronco para que la corriente lo llevara río abajo lejos del peligro. Se volvió hacia mí y también me sonrió. El fuego hizo entonces que mi mamá me tomara ahora a mí y corrió mucho. Cuando halló un lugar seguro, me soltó; luego comenzó a escarbar y a buscar algo en la cercanía. Me dejó una dotación de caracoles, trufas y champiñones.

-¿Por eso te gustan tanto?- preguntó la castora. Yag asintió con la cabeza. -Ella me miró con la sonrisa más grande que recuerdo; y me dijo ahora a mí: -¿sabéis que os amo mucho? Trataré de regresar pronto-, dijo mamá y lamió mi cara felizmente. -La vi partir; y en breve, me dormí.

Mot, para responder al pequeño mono, dijo: -Una ocelota adulta me dijo: -¡pequeño moteado, a moverse!-; -me tomó en su hocico y me llevó consigo. Viajamos mucho y finalmente me dejó en la guarida que actualmente habito.

-¿Se fue ella?- le preguntaron; y Mot dijo: -supongo que se fue para brindar su ayuda, o quizás tenía algún pendiente por atender. Y, de pronto añadió: -Odio a los humanos; me gustaría ir a destrozar una de sus aldeas o a quemarla-. –¿Y provocar con ello el sufrimiento de inocentes como en tu caso?- preguntó uno de los más pequeños monos.

Mamá castora preguntó a Yag: -¿creíste que el ocelote en la jungla oscura podría ser tu hermano?

-Al comienzo, sí-. Luego, mamá castora y Yag se encaminaron hacia donde estaba el resto del grupo.

Fue un día maravilloso: juego, sonrisas bajo un sol radiante. -¡Todo lo hizo hermoso en su tiempo!- dijo mamá castora a los pequeños cuando estuvieron en casa listos para dormir.

Al cabo de un tiempo, Yag y Mot crecieron; se fueron a habitar juntos a la jungla oscura; y luego, tuvieron un pequeño cachorro. Frecuentemente recibían la visita de los hermanos y amigos de Yag, algunos de los cuales también tenían crías.

 

Ozlot

Cierto día, Yag y Mot recibieron la visita de mamá y papá castores. Los invitaban a una competencia de pesca y buceo para pequeños que se celebraría entre castores, nutrias, ocelotes y monos. Coincidía con la época de las deliciosas moras. El pequeño escuchó la invitación y dijo: -¡vamos!, ¿sí?

Días más adelante, iba una entusiasta comitiva de castores, monos, así como Yag, Mot y su cachorro río abajo. Cuando llegaron, -¡Guau, digo miau! -exclamó Yag al ver el hermoso paraje con el lago en el que se celebraría el certamen deportivo. Los pequeños de las diferentes especies reunidas pronto estaban jugando entre sí. Mamá castor señaló a Yag y a Mot quién era el entrenador de los ocelotes y las nutrias. -¡Vayan a platicar con él!- les dijo.

-¡Qué hermoso es aquí!- dijo Yag al entrenador. Y continuó: -Soy Yag y él es Mot. ¡Estupenda idea de organizar este evento! ¡No sabíamos que había ocelotes por aquí!

En su turno, el entrenador comentó: -Yo he recorrido gran parte de los alrededores de este bello lugar. La idea del evento en realidad fue de la pareja de castores, quienes hace tiempo llegaron haciendo algunas preguntas. ¿Saben? He entrenado a los cachorros; pero aprendí técnicas de unas nutrias que me enseñaron. -¡Qué curioso!-dijo Yag. A mí me enseñaron a nadar y a pescar unos castores; y después me adoptaron dentro de su familia. -¿De veras?- preguntó el entrenador. -Bueno, a mí me rescataron y cuidaron de mí unos ocelotes. En eso, -Tío Ozlot, ¡pronto darán inicio las competencias!- ¿Ozlot?-, preguntó Yag. -Así me llamaron los cachorros-. -Pues a competir -añadió.

Todos se divertían. Los pequeños se esforzaban mucho; pero les ganaba la risa a unos y a otros cuando fallaban, o cuando dos rivales atrapaban al mismo pez, uno por la cola y el otro por la cabeza. Era asombroso ver distintas habilidades entre monos, nutrias, castores y ocelotes. No abundaban los peces, pero tuvieron suficientes para la comida.

Durante la comida, Yag confió a Ozlot su secreto íntimo: -yo tenía un hermanito; mi mamá tuvo que ponerlo a salvo en un pequeño tronco que ella empujó río abajo. Ese ocelotito iba lastimado y desmayado; porque una gran rama ardiente le cayó en la patita. Yo siempre estuve confiada en que lo rescatarían y lo acogerían con cariñó. ¿Será posible que tú seas el ocelotito de mi mamá?

-Así parece. Dijo Ozlot. Yag le dio un lenguetazo cariñoso. -Oye- dijo Ozlot, recuerdo eso. Tal vez, entonces te acuerdes de sus palabras: “¿sabeís que os amo mucho?” Al oír eso, Ozlot recordó con gran sorpresa; y desde adentro se aclararon las imágenes que antes sólo eran flashazos que lo espantaban: el fuego, el miedo, el ruido y el cerrar de sus ojos.

Antes de que los visitantes partieran a su región, Ozlot los llevó a conocer unas viejas edificaciones que contenían extrañas inscripciones hechas por humanos. -Ésta me parece algo enigmática- les dijo: “¡callará de amor!” Mot meditó un poco sobre su posible significado. Mamá castor comentó que esas inscripciones mostraban sabiduría creadora. -¿Cómo aprendiste a leer?- preguntó Mot. Ozlot dijo que de los humanos cuando visitaba las aldeas, sus basureros o sus zonas de juego. Mot recordó su antiguo rencor hacia los hombres; cuestión ya superada cuando un pequeño castor le preguntó si desearía causar heridas y dolor como los que él sintió.

-¡Hasta pronto, querida Yag!; ¡eres tan feliz como mamá!-, dijo Ozlot. -Y tú Mot, permitiste que se desvaneciera una espina que hería tu corazón.

¡Hasta el próximo festival, o antes, Ozlot, mi querido ocelotito, amante de la sabiduría! -Finalizó Yag.

Y aquí decimos a nuestros amigos: ¡adiós!; ¡los recordaremos con cariño!